05 junio 2022

Química en la literatura: La marcha Radetzky (Joseph Roth)

El alquimista, Ryckaert, David (III) (sacado de aquí)


 -¿Trabaja usted?- le preguntó el jefe de distrito.

-Sí -contestó Chojnicki-, trabajo. Trabajo, podría decirse, en broma. Me limito a continuar la tradición de mis antepasados, pero, si he de serles sincero, no lo hago con la seriedad con que lo hacía mi abuelo. Los campesinos de la comarca le tenían por un poderoso mago y, quizá, lo era. A mí también me tienen por mago, pero yo no lo soy. Hasta ahora no he podido fabricar ni un solo granito.


-¿Un granito? -preguntó el jefe de distrito-. ¿Un granito de qué?


-Pues de oro, ¡de qué iba a ser!- dijo Chojnicki como si fuera la cosa más natural del mundo-. Entiendo algo de química -siguió diciendo-, son viejos conocimientos de familia. Tengo aquí los aparatos más antiguos y modernos -dijo, señalando hacia las paredes.


El jefe de distrito vio seis hileras de anaqueles de madera. Allí había bolsas grandes y pequeñas de papel, almireces, recipientes de cristal como en las antiguas boticas, extrañas bolas de cristal llenas de líquidos de colores, lamparillas, mecheros de gas y tubos de ensayo.


-Muy raro, muy raro, muy raro -dijo el señor de Trotta.


-Y ni yo mismo sé decir -siguió explicando Chojnicki- si lo hago de broma o de veras. Sí, a veces, cuando estoy aquí por las mañanas, me domina el deseo y me leo las fórmulas de mi abuelo. Las pruebo a ver qué sale, me río de mí mismo y acabo marchándome. Pero vuelvo otra vez y pruebo de nuevo.


-Es raro, es raro -repitió el jefe de distrito.


-No es más raro -dijo el conde- que todas las otras cosas que hubiera podido hacer. ¿Quiere usted que me convierta en ministro de Educación? He tenido insinuaciones en este sentido. ¿O es mejor que me haga jefe de sección del Ministerio del Interior? También sobre esto he tenido insinuaciones. ¿O es mejor que me vaya a la corte, a la mayordomía? Porque también podría hacer esto, Francisco José me conoce…


El jefe de distrito hizo retroceder dos pulgadas la silla. Sentía una punzada en el corazón cuando Chojnicki llamaba al emperador por su nombre como si fuera uno de aquellos diputados que desde la introducción del voto universal había entrado en las Cortes o, en el mejor de los casos, como si hubiera muerto ya el emperador y fuera simplemente una figura de la historia patria.


-Su majestad me conoce -rectificó Chojnicki.


El jefe de distrito acercó la silla a la mesa y le preguntó:


-Perdone usted, pero, ¿por qué resulta tan inútil servir a la patria como fabricar oro?


-Porque la patria ya no existe.


-No le comprendo -dijo el señor de Trotta.


-Ya supuse que usted no me entendería -dijo Chojnicki-. Nosotros ya no vivimos.


(...)


© Foto H.-P.Haack



-¿Estamos perdidos? -terminó Chojnicki la frase-. ¡Y tan perdidos! Usted y su hijo y yo. Nosotros somos los últimos de un mundo en el que Dios todavía concedía su gracia a las majestades y en el que los locos como yo fabricaban oro. ¡Oiga usted! ¡Vea usted! -Chojnicki se levantó y se fue a la puerta, dio vuelta al interruptor y en la gran araña del techo se encendieron las bombillas-. ¡Vea usted! Estamos en la época de la electricidad y no de la alquimia. Pero sí de la química, ¿entiende? ¿Sabe usted cómo se llama esto? Nitroglicerina -y repitió-, ya no es oro. En el palacio de Francisco José suelen arder todavía las velas. ¿Se da usted cuenta? ¡La nitroglicerina y la electricidad nos destruirán! Y ya no falta mucho, no falta mucho.


El resplandor de las luces eléctricas despertaba, por las paredes y los anaqueles, brillos y fulgores verdes, rojos, azules, temblorosos reflejos en los tubos y matraces. Carl Joseph seguía sentado, pálido y silencioso. El jefe de distrito miró en dirección a su hijo. Pensaba en su amigo, el pintor Moser. Y como el señor de Trotta había bebido ya bastante, veía, como en un lejano espejo, el pálido rostro del hijo borracho bajo los árboles verdes de Volksgarten, con un chambergo puesto y una gran carpeta debajo del brazo. Era como si el jefe de distrito poseyera los dones proféticos del conde para descubrir el futuro histórico y así podía ver lo que le esperaba a su hijo. Platos, fuentes, botellas y vasos se hallaban ahora medio vacíos y tristes. Brillaban maravillosas las luces en los tubos dispuestos por las paredes.