La Hermana me ha nombrado el encargado de
bajar a por el carro de comida a la cocina. Siempre que aparezco por la planta,
está implícita en su mirada que a la hora prevista, no se lo pedirá a ningún
otro, y bajaré yo a buscarlo. Además, ya tengo pillado el truco, no solo para
mover el mamotreto ese de carro, sino de los horarios de ascensor. Porque más o
menos, la comida es en todas las plantas a la vez, así que hay overbooking y
puedes estar esperando al ascensor tranquilamente 10 minutos largos… Otras
veces cuando se abre en tu planta viene con otro carro y no cabes, vaya, que
hay que saber elegir bien bien el momento.
Yo no he estado en la planta de niños. Y
tampoco quiero estar. Bastante duro me parece ya ver a mis enfermos de mi
planta…, como para añadir que en vez de adultos sean niños. Se me encoge el
estómago, el corazón y todas las vísceras. Sheila sí que ha estado, y me invita
a que me pase aunque sea solo a echar un vistazo, pero yo me niego: hay cosas
que son superiores a mis fuerzas.
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Pero me pasó que yendo a por la comida, llegó
el ascensor y dentro ya había dos personas. Una empleada con el uniforme
blanco, y una niña guapísima: morena, pequeñita, de ojos muy grandes. Yo di los
buenos días, y me apoyé en la pared, con esa postura que Sheila dice que es tan
típica de mí. El caso es que la niña que me miraba fijamente, se puso a mi lado
e hizo lo mismo que yo. Y me hizo gracia, le sonreí. Ella no sonreía, me seguía
mirando. Llegamos a la planta de la cocina, y la empleada la llamó:
- - Marina, ¡ven!
Pero Marina en vez de ir con ella, se me agarró
de la mano. Fue cuando fui consciente de que Marina era una niña enferma: por la
forma de caminar (siempre se les nota por la forma de caminar). Vale, no hay
que ser una lumbrera para darse cuenta de que tenía que ser alguien enfermo,
pero hasta ese momento no me di cuenta. No sé, fue una mezcla de sentimientos:
de compasión infinita, de orgullo igual de infinito porque hubiera elegido mi
mano, de que se me atragantara el por qué hay enfermedades así en el mundo, de
rabia e impotencia de no poder hacer nada más que darle la mano.
Al llegar a la cocina, Marina se deshizo de mí
literalmente. Parecía que yo la retenía contra su voluntad y que tuviera que
revolverse para que yo le soltara la mano. Dejé de existir para ella que se fue
con la empleada y su carro. No volvió a mirarme.
Me las encontré por última vez cuando metían
el carro en el ascensor. Le dije:
- - ¡Adiós Marina!
La empleada dijo:
- - Marina, di adiós…
Marina no dijo nada, ni hizo nada
mientras se cerraba la puerta del ascensor.
(Este relato forma parte de la serie de Cuitas de un desdichado voluntario)
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