28 octubre 2011

CUENTO PARA NIÑOS ESCRITORES

Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes de que a las obras de arte cuyo autor se ignoraba fueran conocidas como anónimas, existió un señor llamado Anónimo. Hace tanto tiempo que vivió que nadie recuerda ya su lugar de origen o su aspecto físico. Podría haber sido alto, moreno y de espesa barba. O quizá fuera flaco, pálido y barbilampiño. Podía ser también gordo, anciano y con gafas. Como no se dispone de documentación al respecto nunca podrá determinarse cómo o de dónde era el señor Anónimo. Esto supone la ventaja de que cada uno puede imaginarse como quiera a tal señor.

Lo que sí consta con certeza de dicho señor es que su pasión era leer. Leía a todas horas y en los lugares más peregrinos, leía mientras andaba por la calle, mientras se vestía para ir a trabajar o mientras comía si no tenía acompañante. Le gustaban todo tipo de libros: los de historia y geografía, las novelas románticas, de aventuras o de terror, la poesía, el relato corto ¡y hasta los diccionarios y enciclopedias! En todos ellos encontraba siempre, le gustaran más o menos, motivo de ampliar conocimientos y de divertirse. Su gran pena era que por mucho que viviera, aunque llegara a ser centenario, jamás podría leer todos los libros del mundo, y se perdería muchos ejemplares magníficos que se escribirían después de su muerte. Este pensamiento le hacía suspirar con verdadera lástima.

Pero un día se le ocurrió una idea. Como todas las ideas y especialmente las buenas, empezó siendo muy pequeña, apenas una intuición que el señor Anónimo no se atrevía a plasmar en pensamiento y mucho menos en palabras… Porque él notaba que dentro de cada libro había una chispa, un algo especial que le llamaba y le conquistaba… ¿Y si él consiguiera reunir todas esos pequeños pedazos de luz en un solo Libro? En seguida, se le iba de la cabeza porque era una tontería muy grande que él se creyera capaz de semejante hazaña. Poco a poco, la idea se fue haciendo más insistente hasta que el señor Anónimo, a pesar de sus dudas, tuvo que ponerse a trabajar en el Libro.

Fue una época muy intensa de su vida. El señor Anónimo escribía con ganas dedicando sus mejores fuerzas y momentos. Si le venía la inspiración en plena noche, se levantaba y escribía hasta altas horas de la madrugada. A veces se desvelaba porque no conseguía captar lo que tenía en mente y tenía que repasar novela por novela todas aquellas en las que recordaba haber experimentado esa sensación. Algunos días se olvidaba de comer, y dejó de salir de su casa. Sus amigos estaban preocupados porque la salud del señor Anónimo empezó a resentirse. Solía andar pensativo por los pasillos, a veces con expresión melancólica, otras eufórica, otras desesperada, siempre pensando en el Libro. Cuando consideró que lo había conseguido, comenzó la revisión, y entonces sí que estuvo a punto de darlo por imposible. ¡No había logrado lo que pretendía! Se cruzó de brazos y decidió abandonar su proyecto. Pero ya era demasiado tarde: lo que al principio era una idea pequeña se había convertido casi en su motivo de vivir.

Estableció un horario para escribir, porque iba a acabar volviéndose loco, y reeemprendió la tarea que a sí mismo se había encomendado. Cogió el borrador de su Libro y con mucha delicadeza limó las frases que sobraban, añadió lo que se le había pasado por alto, cambió el estilo demasiado poco natural de algún pasaje,… Nunca le parecía perfecto, siempre quedaba algo que rematar. Aunque esta sensación no se le fue del todo y hubiera continuado corrigiendo, se dio cuenta de que lo había conseguido. Allí estaba el libro de libros: el Libro.

El éxito tras su publicación fue inmediato. Era un libro que llegaba a gente culta y menos culta, estaba escrito para todos porque cada uno conectaba al menos con una parte del Libro.

Sin embargo, ocurrió un hecho curioso. El nombre de Anónimo no era común en aquella época, y considerándolo un nombre extraño e inexistente se consideró que no tenía autor. Desde ese momento se comenzó a llamar anónimos a todos los libros y obras de arte en general cuyo autor se desconocía.

Para el señor Anónimo fue un duro golpe. ¡Que no se le reconociera el fruto de sus esfuerzos, que le había robado la salud y al que había dedicado lo mejor de su vida…! Se quejó:

-Yo soy Anónimo, yo soy.

Pero nadie le creyó. Al principio se burlaron de él, y al insistir le empezaron a tomar por loco. Aquello era una situación insostenible. Ni sus amigos pensaban que el señor Anónimo fuera capaz de hacer algo tan grande como el Libro.

El señor Anónimo sentía mucho dolor por semejante injusticia. Poco a poco, sin apenas ser consciente, fue cayendo en la cuenta de que él no recordaba el nombre de los autores de aquellas obras que más le habían gustado. Tomó conciencia de que el artista era importante, pero lo era aún más su obra de arte. Era ella la que inspiraría a otros artistas y no el pobre señor Anónimo. Por eso, llegó a sentirse orgulloso de ser el autor anónimo del Libro.

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