(Continuación
de 1. La noche oscura del
alma, 2. Fray Ilustrísimo y
3. En busca de manuscritos y
4. El teólogo alquimista)
Pensándolo bien, nunca fue buena idea…, tenía que haberse dado cuenta de que
estaba condenada al fracaso, aunque ¿fue un fracaso no obtener lo esperado?
Puede que no…, pero lo que estaba claro es que no debió alterarse de aquella
manera cuando vio el oropimente del
pintor en la catedral. No pudo evitar que la emoción lo embargase. Andaba
buscando la refutación definitiva contra la transmutación del oro..., ¿sería
capaz de desenmascarar a los alquimistas con sus propios métodos por medio del
oropimente?
También
fue mala suerte que lograra suficiente cantidad de oropimente justo al comienzo
de la Cuaresma. Y, por supuesto, debió frenar la operación en cuanto hizo
aparición el azufre…, pero él en cierta manera estaba inmunizado al olor y no
fue excesivamente consciente. El escándalo fue mayúsculo: el ayuno debilitaba
no solo el cuerpo sino por supuesto la mente, y hubo hermanos que entre una
cosa y otra, pensaron que el diablo campaba a sus anchas por el convento, y se
asustaron en demasía. Tanto que el hermano prior se acercó para que detuviera
lo que estuviera haciendo. ¿Es que era necesaria una señal más clara? Sin
embargo, Alberto no se excusó… Se le vino a la mente la plaga de ratones que
invadía el convento desde hacía un mes…, y explicó que buscaba un potente
veneno para acabar con ellos. El hermano prior no parecía muy convencido,
¿acaso Dios era partidario de ir al infierno para buscar remedio a los ratones?
Alberto insistió en que el infierno no tenía nada que ver con lo que estaba
haciendo, y cuando pensaba que tendría que renunciar, el prior le dio unos días
de margen: - Pero, después, se acabó.
Alberto regresó a su labor con más intensidad. Al calentar el oropimente con
jabón estaba consiguiendo algo totalmente nuevo que no tenía que ver con el oro
alquímico. Tenía la sensación de estar separando lo que fuera que formara el
oropimente. Echó una ojeada a sus anotaciones, que pretendía publicar bajo el
nombre De mineralibus.
Allí había escrito que el oropimente se encontraba en las minas, junto al rejalgar. El rejalgar estaba
prescrito por Hipócrates para tratar dolencias. El oropimente, de color
amarillo, recibía el nombre de arsenikon de los griegos, y era conocido
como auripigmentum por los romanos. Había
historias de personas que enfermaron al ingerir el oropimente, un riesgo
especialmente elevado para los pintores que lo usaban como pigmento amarillo.
Hum…, el rejalgar beneficioso, y el oropimente perjudial, ¿estaban o no
relacionados? Si purificaba el oropimente, ¿conseguiría un veneno capaz de
acabar con la plaga de ratones? ¿Qué era lo que hacía peligrosas o inocuas a
las sustancias alquímicas?
De momento, estaba claro que el oropimente tenía azufre, y él mismo había
escrito en De mineralibus, que el
azufre y el mercurio eran el padre y la madre de todos los
metales, por mucho que les pesara a todos sus hermanos frailes
incluido el padre prior. Alberto había encontrado tanto el mercurio como el
azufre en muchos de los minerales que sometió al fuego, algunos en el horno.
Parecía algo bastante frecuente, por lo que dedujo que las piedras o minerales
tenían estas características en común. Quizá en las profundidades de la
Tierra, hubiera mercurio y azufre en abundancia, y de ahí se formaran las
piedras…
De
todas las operaciones alquímicas, la mejor es la que comienza en el mismo
camino que la Naturaleza, con la purificación del azufre por ebullición y
sublimación, limpieza de mercurio y perfecta mezcla de ellos con la masa de
metal; por sus poderes se induce la forma específica de cada metal.
El mercurio era apasionante por el hecho de ser líquido, pero el azufre, si
cabe, le fascinaba todavía más. Lo había observado a la llama tantas veces, creyendo
observar un cambio en la apariencia: los cristales amarillentos sometidos a las
altas temperaturas del horno, parecían adoptar de aguja. Tendría que repetir el
experimento cuidadosamente para formarse una opinión más clara al respecto. El
problema estaba en cómo trabajar el azufre dentro del convento sin provocar un
exorcismo colectivo. Probarlo en otro lado hubiera sido aún más complicado, al
menos en el convento había respeto hacia su Magister Theologiae y su vida conventual era intachable.
Pero probar suerte en otro lugar era arriesgarse a que alguien le denunciara a
la Inquisición. ¡Era de locos! ¿Por qué había que relacionar azufre con
infierno automáticamente? Si estaba en la Naturaleza, ¿por qué tenía que ser
“infernal”? ¿Acaso no decían en el Credo que el mundo era obra de Dios, y Dios
no decía en el Génesis que vio que todo era bueno?
¿No veían la contradicción lógica entre una cosa y otra? ¿Y si no la veían (que
no la veían, de eso daba fe Alberto) cómo hacerles ver su error, si no a ellos mismos,
por lo menos a las generaciones futuras? ¿Por qué todo lo ignoto de lo que no
hubiera hablado Platón había de ser herejía? ¿Podía un
único hombre compilar todo lo que era el mundo, aunque hubieran pasado milenios
de su vida sobre la Tierra? ¿Habíamos de quedar estancados para siempre en lo
que dijo o dejó de decir Platón? No, rotundamente no. Si el mundo era bueno,
por provenir de Dios, su estudio debería ser santo en cuanto que proporcionaba
conocimiento de las criaturas de Dios.
Alberto dirigió de nuevo la mirada al fuego: no quedaba resto del oropimente.
En su lugar, junto a la pasta jabonosa, había cierto material que tenía brillo
metálico. Alberto quedó cautivado de inmediato, y sacó sus lentes de aumento.
Colocándolas en la posición correcta le permitían observar todo y descubrir
detalles insospechados. Tras un minucioso examen, tomó nota:
Del
oropimente al fuego, junto con jabón, no se obtiene nada similar al oro. Se
pierde la coloración amarillenta, y aparece un sólido cristalino de color gris
acerado, con brillo metálico. Si se deja al aire, pierde el brillo o lustre
volviéndose oscuro y negro. Al calentar esta sustancia nuevamente al fuego,
arde con una llama blanco-azulada que produce humo blanco y de olor similar al
del ajo. No se puede oler sin notar que los ojos y la nariz se humedecen y uno
se siente indispuesto.
Unas semanas más tarde añadió: El sólido cristalino gris
(producido del oropimente) no presenta efectos perniciosos sobre los roedores.
De alguna manera, Alberto perdió credibilidad ante la comunidad. Parecía que,
según la opinión de la mayoría, sus actividades extrañas y ociosas no tenían
ninguna aplicación interesante. A pesar de que la población de roedores no disminuyó,
Alberto tenía la curiosa sensación de que, a pesar de todo, no había fracasado.
Fuentes
Castillo, M., Alberto Magno: precursor de la ciencia
renacentista, La ciencia de los filósofos, 1996, págs. 91-106
Búsqueda por Google de propiedades
azufre
Notas
1) Quería agradecer las oportunas correcciones de @DivulCC
2) Aprovecho también para felicitar a mi amiga Galleta, que cumple hoy años, de la que tengo la suerte de considerarme amiga desde prácticamente siempre, y que para mí siempre será 'algo Alberta', y por tanto, relacionada con el Patrón de Ciencias.
3) Este post participa en la Edición del Cobre del Carnaval de Química acogido en el blog de @hebusto
Oooooh, me he sentido un poquito científica hoy, n.n
ResponderEliminarSabes que para mí eso es muy importante: que tú te sientas científica, y yo humanista xD Y muchas, muchas felicidades en tu cumple!!
EliminarYa echaba de menos esta historia!!! ¿Continuará?
ResponderEliminarjajaja, claro que sí! Lo que no te aseguro es cuándo... Necesitaría hacer otro curso de Divulgación para tener tareas y seguir escribiendo jajaja :D
EliminarOwww he disfrutado con este pequeño relato, esperaremos nuevas entradas
ResponderEliminarMuchas gracias! Me alegro de que os haya gustado :)
Eliminar¡Muy buen post Dolores!
ResponderEliminarTodo muy bien hilado, contando un magnífico relato científico. Cómo no, ¡ciencia y literatura unidas!
Saludos saludetes,
Jesús
Me alegro mucho de que te haya gustado, gracias por comentar y por compartirlo por Twitter :)
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