Bueno, dada la acogida del capítulo 1, continúo la saga. Aclaro que quiero hablar de ciencia o lo que se hacía en la Edad Media, pero en este capítulo tampoco lo he conseguido.
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¿Quién es el primero que empieza un rumor? ¿Cómo se extiende lo que nunca
se reveló? Era una pregunta que perseguía a Alberto. En la ciudad de Colonia
todo el mundo sabía que era un noble huido y que había conseguido revolucionar
media Europa, ¡y eso que su identidad había permanecido oculta por decisión del
superior del convento! Cuando iba cada mañana a buscar agua al pozo de la plaza
cercana, le seguían los hijos de los lugareños gritándole: ¡Fray Ilustrísimo,
danos tu bendición! Alberto sentía hervir su sangre. Imágenes de venganza
sangrienta cruzaban por sus ojos en cuestión de segundos. Se iba a desgastar
los dientes de tanto apretarlos.
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Alberto sabía que su familia había desistido de buscarle. El obispo de
Augsburgo había visitado a los condes de Bölstadt para tratar de la vida del
joven Alberto, y su padre finalmente había dado la venia para hacer lo que le
pluguiera. Sin embargo, el Maestro de la Orden prefería dejar pasar un poco más
de tiempo. Alberto tenía sentimientos encontrados al respecto: por un lado, había
sido educado en el valor del honor y la fama del nombre y la familia, y
entendía con clarividencia los descalabros causados en el hogar paterno. Por
otro lado, su nueva vida no le satisfacía y constantes dudas le asaeteaban por
motivo de su retardo en los estudios colectivos y su escasa comprensión de la
temática teológica. Alberto rezaba fervorosamente ante el Santísimo, dejando a
veces que las lágrimas arrasaran su rostro cuando recordaba sus frecuentes
fallos en los estudios.
Pero por más voluntad que ponía, no conseguía que se desarrollara su intelecto.
Por más que se esforzara en comprender y asimilar los conocimientos, todo
redundaba en que se sintiera un fracasado. Alberto adelgazó bastante en
aquellos meses y perdió su sonrisa y el buen humor.
Él, futuro conde de Böllstadt, acostumbrado a una vida luenga y
amigable, rodeado de personas que lo idolatraban, se veía en el convento no ya
como uno más sino como uno menos. Ahora no había ni un solo campo en el que
destacara, cuando antes había sido un joven notablemente instruido, ingenioso y
alegre que tenía por delante un futuro envidiable. Ese invierno le salieron
sabañones en las manos, que ya tenía destrozadas de cargar cubos de agua. Él no
era capaz de disimular la repugnancia que le producía lavar la ropa de otros,
cavar en el huerto adosado al convento, y demás menesteres.
Hasta que un día, presa del cansancio y de la tensión, escuchó como
varios de sus compañeros se reían a escondidas de su torpeza llamándole Fray
Ilustrísimo. Entró como una fiera entre ellos repartiendo puñetazos y rompió
todo lo que quedaba a su alcance. Nadie pudo pararle, fue él mismo el que se
detuvo cuando se le pasó el ataque de rabia, y huyó avergonzado pero no
arrepentido.
Esa noche, preparó sus escasos enseres para fugarse del convento. Lo
único que tenía en la cabeza era escapar, volver a ver la tierra con las
personas amadas.
Y sin embargo, al día siguiente se presentó al superior temblando para
pedir disculpas y que le readmitieran en la Orden de nuevo. El superior trataba
de razonar con Alberto diciéndole que si nunca se había ido, ¿por qué había que
readmitirle? Alberto no le escuchaba. El superior se dio cuenta de que tenía
fiebre y lo mandó a la enfermería.
Los siguientes capítulos de esta serie los puedes leer en los siguientes enlaces:
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