Se estremece el cuerpo
involuntariamente,
al quedarse desnudo, bajo la brisa de
miradas, cuando menos indiscretas.
Los ojos bajos, miran el suelo,
y la base de la columna.
Ya se acercan los soldados
a atarme, los conozco, sé sus nombres,
sus problemas, sus desdichas y su vida
entera... No me miran, solo ven un
cuerpo
al que maltratar, y me atan.
Primer latigazo. El dolor. Aguanto
un poco la respiración, pero ya llega
el siguiente, y otro y otro.
Quiero pedir piedad, pero estoy
pagando por ellos: desde Adán y Abel,
hasta el último desdichado de estos
hombres, y de los verdugos que
vendrán después.
Me falta el aire. Mi cuerpo intenta
evitar los golpes, ahuecándose,
le obligo con esfuerzo intelectual
a permanecer erguido:
cuantos más, más consuelo
para ellos. No tengo ya pudor
para ocultar mis lágrimas.
Y no son de dolor, aunque duelen
y queman más que estos palos
con los que soy atizado. Si supieran...
Y mi madre, ¡ojalá no me acompañara,
no estuviera viendo el martirio
de mi cuerpo llagado!
Me fallan las fuerzas. Soldados,
seguid,
aún no habéis colmado las ansias del
amor, un amor que arde por dentro.
Sí tú, el que me miras con odio:
sé tu nombre, que estás enfadado
porque
hace meses que no te pagan la soldada,
que sabes que tu mujer te engaña
con el decurión, que no tienes hijos
para consolarte en la vejez que ya
se acerca... Sí, a ti te llamo amigo,
a ti que descargas tu frustración
y tu ira, por ti estoy de pie,
aunque no me sostengo apenas.
Por ti no pararé lo que ya he
empezado.
Pega con fuerza, arranca de mi cuerpo
los pecados todos de los hombres que
he querido cargar. Se me nublan los
ojos,
no puedo ver tu cara ya, amigo, creo
que me voy a desmayar.
Espero que hayas visto algo de luz en
mis pupilas dolientes. Sufro por ti,
amigo, y por cada uno de los demás,
de todos los hombres pobrecitos
que no sabéis amar ni sufrir.
¡Ea!, sigue, sigue, que mi
sangre será vuestro alimento
y mi carne también. No quiero
quedarme nada. Ya he elegido
morir desnudo, igual que nací.
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