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La historia de la ciencia en el siglo XX está marcada por indudables logros y avances importantes. Por desgracia, la imagen popular de la ciencia del siglo XX se caracteriza a veces de forma diversa, por dos elementos extremos. Por un lado, la ciencia es considerada por algunos como panacea, demostrado por los notables logros del siglo pasado. De hecho, sus innumerables avances han sido tan amplios y tan rápidos que parecen confirmar el punto de vista de que la ciencia puede responder a todas las preguntas del hombre, e incluso a sus más altas aspiraciones. Por otro lado, están aquellos que temen a la ciencia y se distancian de ella, debido a desarrollos preocupantes como la construcción y el terrible uso de las armas nucleares.
La ciencia, por supuesto, no se define por cualquiera de estos extremos. Su tarea fue y sigue siendo una paciente y con todo apasionada búsqueda de la verdad sobre el cosmos, la naturaleza y sobre la constitución del ser humano. En esta búsqueda, ha habido éxitos y fracasos, triunfos y reveses. La evolución de la ciencia ha sido a la vez edificante, como cuando fueron descubiertos la complejidad de la naturaleza y sus fenómenos, superando nuestras expectativas; y humilde, como cuando algunas de las teorías que pensábamos que podían haber explicado los fenómenos de una vez por todas se demostraban parciales. Esto no quita que también los resultados provisionales son una contribución real al descubrimiento de la correspondencia entre el intelecto y las realidades naturales, sobre las cuales las generaciones sucesivas podrán basarse para un desarrollo ulterior.
Los avances realizados en el conocimiento científico en el siglo XX, en todas sus diversas disciplinas, han llevado a una conciencia decididamente mayor del lugar que el hombre y este planeta ocupan en el universo. En todas las ciencias, el denominador común sigue siendo la noción de experimentación como método organizado para observar la naturaleza. El hombre ha realizado más progresos en el siglo pasado que en toda la historia precedente de la humanidad, aunque no siempre en el conocimiento de sí mismo y de Dios, pero sí ciertamente en el de los microcosmos y los macrocosmos. Queridos amigos, nuestro encuentro de hoy es una demostración de la estima de la Iglesia por la constante investigación científica y de su gratitud por el esfuerzo científico que alienta y del que se beneficia. En nuestros días, los propios científicos aprecian cada vez más la necesidad de estar abiertos a la filosofía para descubrir el fundamento lógico y epistemológico de su metodología y de sus conclusiones. La Iglesia, por su parte, está convencida de que la actividad científica se beneficia claramente del reconocimiento de la dimensión espiritual del hombre y de su búsqueda de respuestas definitivas, que permitan el reconocimiento de un mundo que existe independientemente de nosotros, que no comprendemos exhaustivamente y que sólo podemos comprender en la medida en que logramos aferrar su lógica intrínseca. Los científicos no crean el mundo. Aprenden cosas sobre él y tratan de imitarlo, siguiendo las leyes y la inteligibilidad que la naturaleza nos manifiesta. La experiencia del científico como ser humano es, por tanto, percibir una constante, una ley, un logos que él no ha creado, sino que ha observado: en efecto, nos lleva a admitir la existencia de una Razón omnipotente, que es diferente respecto a la del hombre y que sostiene el mundo. Este es el punto de encuentro entre las ciencias naturales y la religión. Por consiguiente, la ciencia se convierte en un lugar de diálogo, un encuentro entre el hombre y la naturaleza y, potencialmente, también entre el hombre y su Creador.
Mientras miramos al siglo XXI, quiero proponeros dos pensamientos sobre los cuales reflexionar más en profundidad. En primer lugar, mientras los logros cada vez más numerosos de las ciencias aumentan nuestra maravilla frente a la complejidad de la naturaleza, se percibe cada vez más la necesidad de un enfoque interdisciplinario vinculado a una reflexión filosófica que lleve a una síntesis. En segundo lugar, en este nuevo siglo, los logros científicos deberían estar siempre inspirados en imperativos de fraternidad y de paz, contribuyendo a resolver los grandes problemas de la humanidad, y orientando los esfuerzos de cada uno hacia el auténtico bien del hombre y el desarrollo integral de los pueblos del mundo. El fruto positivo de la ciencia del siglo XXI seguramente dependerá, en gran medida, de la capacidad del científico de buscar la verdad y de aplicar los descubrimientos de un modo que se busque al mismo tiempo lo que es justo y bueno.
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(Aquí, entero)
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