Al menos peso 4 kilos más
desde que tengo el corazón
de granito. Lo noto al decidir,
en las aduanas, y cuando hago
la maleta. Por lo demás,
la vida es más cómoda
con sentimientos pétreos:
fingir con sonrisa postiza
que sigo siendo como siempre,
que me ilusiona la hierba verde
y el planeta azul, los libros de
hadas y la poesía. Pero, a ratos,
me canso (este corazón pesado)
y me plantó ante el espejo
a contemplar mi mirada cínica
(esa que pocos más que yo
han visto), y no sé qué pensar
de mi manera de vivir y actuar.
El silencio es seco en el medio
de la turbamulta, juego a adivinar
los pensamientos de niños
(¿qué piensa un niño vasco
de un bebé negrito que da palmas
alegre cuando se encuentran
en un autobús de línea?),
odio el sucederse anónimo
de calendarios, a los inoportunos
más que nunca. Y lo peor de todo
es que no sé si tengo solución...
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