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“Dios ha muerto”
dijo F. Nietzsche. Y todo el
mundo pensó que decía una novedad.
Cuando
desde el año 96 estaba escrito: “Díjoles
Pilato: Tomadlo vosotros y crucificadle, pues yo no hallo delito en
Él. Respondieron los judíos: Nosotros tenemos una ley, y, según la
ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios.” (Jn
19, 6-7)
La
diferencia, que pocos de la época de Jesucristo pudieron captar es
que Dios eligió morir. No murió porque lo decidiéramos los
hombres, pues ocasiones de huir de sus captores las tuvo a lo largo
de su vida y por tanto también durante el proceso. Dios eligió
morir para pagar la deuda que el hombre había contraído por el
pecado de Adán y todos los pecados de la humanidad desde la
aparición del hombre sobre la tierra hasta su desaparición.
Pero
la última palabra no la tiene la muerte de Jesucristo, el Dios que
se hizo hombre para morir por los hombres. A mi modo de ver, C.S.
Lewis lo explica genial en el personaje de Aslan en El
león, la bruja y el armario cuando
se ofrece a morir él en lugar del traidor Edmund: de esta manera
paga con su sangre la deuda de la traición, pero al día siguiente
el león vuelve a la vida porque si un inocente muere por un
culpable, la Mesa de Piedra se rompe y le será devuelta la vida (la
muerte se invierte).
Para acabar, quiero poner un poema que Nietzsche escribió con
veinte años al Dios desconocido:
«Antes
de seguir mi camino
y de poner mis ojos hacia adelante,
alzo otra vez, solitario, mis manos
hacia Ti, al que me acojo,
al que en el más hondo fondo del corazón
consagré, solemne, altares
para que en todo tiempo tu voz,
una vez más, vuelva a llamarme.
Abrásase encima, inscrita hondo,
la palabra: Al Dios desconocido:
suyo soy, y siento los lazos
que en la lucha me abaten
y, si huir quiero,
me fuerzan al fin a su servicio.
¡Quiero conocerte, Desconocido,
tú, que ahondas en mi alma,
que surcas mi vida cual tormenta,
tú, inaprehensible, mi semejante!
Quiero conocerte, servirte quiero»
y de poner mis ojos hacia adelante,
alzo otra vez, solitario, mis manos
hacia Ti, al que me acojo,
al que en el más hondo fondo del corazón
consagré, solemne, altares
para que en todo tiempo tu voz,
una vez más, vuelva a llamarme.
Abrásase encima, inscrita hondo,
la palabra: Al Dios desconocido:
suyo soy, y siento los lazos
que en la lucha me abaten
y, si huir quiero,
me fuerzan al fin a su servicio.
¡Quiero conocerte, Desconocido,
tú, que ahondas en mi alma,
que surcas mi vida cual tormenta,
tú, inaprehensible, mi semejante!
Quiero conocerte, servirte quiero»
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