Estamos en un mundo en el que la
ciencia adquiere más y más importancia, y en el que se considera al científico
como un ser aislado del mundo para poder desarrollar su ciencia, como un “bicho
raro” superdotado, como un”friki” distinto al resto de habitantes del planeta.
Cuando
en la conversación entre personas corrientes surge algún término científico, se
cambia de tema automáticamente: es palabra tabú accesible solo a los gurús de
la ciencia...
Hay
poca gente en las carreras de ciencias puras tipo química, física y ciencias
exactas,… Es verdad, que son carreras muy concretas, pero también muy útiles y
necesarias. De alguna manera, hay que quitar esa imagen de exclusividad, y
poner la ciencia al nivel de todos. O mejor aún: poner a todos al nivel de la
ciencia.
Porque
no debería ser así. La ciencia está al servicio de la vida, y por tanto,
debería estar a pie de calle para ayudar al ciudadano común. Y el ciudadano, en
correspondencia debería valorarla como algo útil y bueno. Hablo de reformar la
educación: repensarla para que aprendamos mejor.
El
científico es un currante como otro cualquiera. A veces le toca hacer horas
extras por las necesidades de sus experimentos, pero como el común de los
mortales desea volver cuanto antes a su casa a descansar. Y como a cualquier
persona, su trabajo le causa satisfacción si está bien hecho. Si encima su
trabajo redunda en un bien mayor, como un medicamento, un producto menos
contaminante, un nuevo material útil, senti´ra todavía más satisfacción.
El
científico está en la calle también, y su ciencia con él. Quizá para que nos lo
creamos, estaría bien comenzar una serie televisiva de ciencia, pero quitándole
la coletilla de “ficción”. Podría ser un científico que trabaja en la policía
criminalista pero evitando las fantasmadas de CSI. O un científico que trabaje
en una institución de investigación de enfermedades olvidadas. O un nuevo
doctor House que trate de evitar las consecuencias catastróficas del cambio
climático logrando protocolos a nivel mundial, o reciclando y usando la bici a
nivel personal. En la película de El
aceite de la vida es un químico el que consigue extraer en una destilación
el aceite que ralentiza la enfermedad de Lorenzo. Y el protagonista de la
novela Frankenstein es un químico. Se
trata de volver a estar ahí: de volver a ser conocidos.
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