Mi
abuelo es ingeniero de Minas. Era lógico que para celebrar su
octagésimo cumpleaños visitáramos el Museo de la Minería y de la
Industria (Asturias). Sólo había un problema: desde siempre tengo
miedo de estar bajo el suelo. Me da pánico entrar al garaje, aunque
ahora soy capaz de disimularlo un poco. Se me pone una bola en el
estómago que a veces me sube hasta la garganta, amenazando ahogarme.
Procuro no mirar al techo, no mirar a las paredes y pensar en cosas
bonitas. Si puedo evitar ir, mejor todavía.
La idea de visitar una mina me daba pesadillas y me hacía temblar de
terror. Por supuesto, no se lo dije a nadie, hubiera sido el blanco
de todas las bromas de mis hermanos.
Llegó
el día señalado. El museo me gustó y conseguí olvidarme de mis
temores porque estaba entretenida viendo a mis hermanos hacer el
tonto. Todo iba de maravilla, hasta que tocó entrar en el ascensor
para bajar a la mina. El corazón me latía muy fuerte y sospeché
que todos podían oírlo.
Eran
pasillos oscuros y húmedos. Miraba sobre todo al techo, por si veía
señales de hundimiento, y procuraba no separarme del grupo de mi
familia, deseando que todo acabara ya.
Mi tío señaló una bifurcación:
-
Por ahí está el monstruo de la Mina.
Se
me erizaron todos los pelos del cuerpo. Mi hermano Pablo susurró:
-Vamos por ahí.
Y Luis estuvo de acuerdo. Yo me negaba, estaba paralizada por el
miedo a la mina, a estar en el subsuelo, y por el monstruo.
-¡Cobardica!-
me decían.
Porque
saben que como soy la pequeña y no quiero parecer miedica, si me
dicen eso siempre les acompaño. Me fui con ellos más muerta que
viva.
No
habíamos avanzado más que un par de pasos cuando notamos una
corriente de aire más fresco y oímos un ruido. Para mí fue peor
que un rugido del león del zoo, y salí corriendo sin mirar a ningún
lado. Alcancé al grupo de mayores y me abracé llorando a mi madre.
Me tuvieron que subir. Yo oía las risas de todos, pero sólo pensaba
una cosa: que jamás se lo perdonaría a Pablo. La próxima vez sería
yo quien le diera el susto.
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