Hacía tiempo que no experimentaba
el placer de comprar un libro,
de ser el primero en hojear sus páginas
y darles vida con las alas de la
imaginación.
¡Qué mejor que estrenarse
comprando una antología poética!
Y qué delicia moldear la edición
de tapas blandas, que sin querer
se abren por donde lo dejé
la última tarde que leí.
Pisar la tierra de Miguel Hernández,
emborracharse de Coca-cola,
enamorarse de Levante
¡y todo en una tarde sola!
Es cierto que el poeta ya es polvo,
que su poesía parece que pasará
a ser un clásico, que yo aspiro
a mucho menos, que ni con
mucho ni con poco paso
de ser mediocre:
con pinturas, peor que
el cavernícola más rupestre,
con los versos, un desastre,
se me escapan la rima y
la métrica por todas partes...
Con la prosa, un aburrimiento,
con las ecuaciones no las desenredo,
en el laboratorio un poco torpe,
de entendimiento justo y medido.
Pero, ¡qué le voy a hacer
si he nacido en una cárcel
de matemáticas que no
me explican la mordedura
melancólica que me ha dado
esta tarde, porque mañana,
sí mañana, me voy otra vez
de Levante, y sigo siendo
yo misma.
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