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A través de mi ventana veo la estación de autobuses. Me gusta porque
siempre hay gente distinta alrededor. Desde el accidente de la moto es apenas
lo único que veo del mundo, a parte de mi familia y de los amigos que vienen
todavía a visitarme.
Estoy harto de que la gente me mire con lástima. Es cierto que no me
puedo mover, ¿y qué? Aún puedo pensar, y creo que lo hago más que la mayoría de
ellos. Sí que me da pena el disgusto de mi madre, ella no se merecía algo
así... Mi primo me llevaba en su moto a escondidas de ella. Él no tiene la
culpa de que yo esté así, y él sólo tuviera escayolado un mes el brazo y la
pierna. Fui yo el que le pedí subir. Es que me encantaba la velocidad, la
sensación del viento en los brazos y en la respiración contenida. Tenía ganas
de gritar: Corre, písale más. A veces, hasta me dejaba conducir, y es que mi
primo es muy bueno. Ahora, el pobre evita venir a verme porque se siente
culpable, me gustaría mucho hacerle entender que no lo es, y que a mi manera
soy feliz.
He aprendido más cosas que nunca desde la ventana de mi cuarto. Ya digo
que tener en frente la estación de autobuses es todo un privilegio. Nunca se
repiten las caras ni los andares ni los gestos. He llorado con los novios que
se despedían al final del período universitario, reído con las madres que
esperaban a sus hijos que volvían de un viaje a No sé dónde, me he angustiado
con los que iban a perder su autobús, he sufrido al ver cómo robaban a ancianas
despistadas sin poder hacer nada, me he burlado de los adolescentes que se
creen mayores por llevar un tatuaje en el brazo, me he divertido con las
despedidas de soltero a cual más esperpéntica.
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He visto miles y miles de rostros, en los que he tratado de descubrir
las huellas de la vida, los sueños más ocultos, las preocupaciones y los
miedos. En general, he descubierto que somos todos muy parecidos vengamos de la
otra parte del mundo o del pueblo vecino, pero sin embargo, tan diferentes… No
me refiero a la ropa, por supuesto que es interesante catalogar a la gente por su modo de vestir: pijos,
góticos, macarras, punkies, góticos, ejecutivos agresivos o hippies. Prefiero,
como ya he dicho, mirar los gestos y las caras. Intuir conversaciones
importantes, sentir el miedo de alejarse de lo conocido, la tristeza de decir adiós
a la familia y los amigos, el estremecimiento de llegar a un lugar totalmente
nuevo, tantas y tantas historias que se acumulan en mi memoria y que me traen
buenos recuerdos.
No niego que haya sido duro resignarme, aceptar mejor dicho, mi
inmovilidad casi total “teniendo toda la vida por delante” como se suele decir.
Hay formas y formas de vivir, y yo a través de mi ventana he recorrido el mundo
entero en mucho menos tiempo que ochenta días, ¿quién puede jactarse de lo
mismo?
Ni siquiera los fenómenos atmosféricos son capaces de privarme de mi
pasatiempo favorito: llueva o nieve siempre hay gente en la estación de buses,
aunque sea para informarse de que su viaje se ha cancelado. Conozco todos los
colores posibles de paraguas, es un espectáculo bonito. Ojalá alguien se fijara
algún día y lo pintara, aunque me temo
que para darse cuenta se necesita estar un tiempo largo
mirando por mi ventana.
Tampoco la noche, cuando me desvelo, me impide disfrutar. A la luz de
las farolas, la estación se vuelve si cabe más fascinante y misteriosa. Parecen
todos pequeñas figuritas oscuras que se deslizan de luz a sombra, y de sombra a
luz. Escucho los alaridos destemplados de los borrachos del botellón, asisto
como en el cine a los primeros besos de amor de parejas jovencitas, tirito de
frío con los que esperan en la entrada. No puedo ver sus rostros, pero los
imagino. No es difícil, ya tengo práctica.
Por eso, cuando vienen a verme y me preguntan con los ojos aunque no
con la boca que por qué siempre sonrío con esta vida de perros, me dan ganas de
reír a carcajadas. ¿La vida? ¡Qué sabrás tú qué es la vida! Yo he vivido
millones de vidas con los pasajeros de mi estación y todavía no sé responder a
esa pregunta. Necesito otros millones quizá.
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